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Cada vez que disfrutamos de un paseo en un área natural, ya sea por mera distracción o para interpretar el entorno, se nos suele perder de vista que todo lo que nos rodea tiene una historia que condicionó el paisaje del presente.

Así, solemos percibir a los ambientes actuales como una “fotografía”, un instante que consideramos inalterable y que cualquier cambio debe ser combatido y evitado. En parte es cierto, el paisaje actual es un instante. Pero tiene una historia y un futuro. También es cierto que debemos ser proactivos en su conservación, pero de toda alteración antrópica, puesto que este instante es, en realidad, el estado natural histórico de la evolución ambiental.

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Actualmente podemos ver paisajes fósiles. Las llanuras marchiquitenses están talladas por lomas formadas por acumulación de sedimentos eólicos. En la actualidad están cubiertas de vegetación, pero unos miles de años atrás conformaban un ambiente árido y poblado de especies actualmente extinguidas. Imagen superior: Gustavo Martínez.

Las crónicas sobre el sudeste bonaerense de viajeros del Siglo XVIII y de principios del Siglo XIX, describen al ambiente regional con características diferentes a lo que apreciamos en la actualidad (más bien, a lo que apreciamos desde fines del Siglo XIX). Estos cronistas nos relataron un paisaje de estepa o desierto, con arenales, poca cubierta vegetal y cursos de agua secos o salobres. Varios de ellos coincidieron en describir grandes acumulaciones de ganado vacuno y caballar que, atraídos por los flacos cursos de agua, perecían unos sobre otros formando montañas de cuerpos en descomposición:

 “El año 1749 hubo grande sequia, y falta de agua en las Pampas; concurrían á sus acostumbrados abrevaderos los Baguales, y como no hallaban agua, caian muertos de sed, trepando unos sobre los otros, de manera que sus cadáveres formaron tan exesivos montones, que parecian Lomas ó colinas altas”. J. Sánchez Labrador, 1772.

Un evento particularmente extremo ocurrió entre 1827 y 1832, dándose a llamar La Gran Seca. La mortandad de animales fue tan grande que hasta Charles Darwin se refirió a ella en su "Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo":

Durante ese tiempo fue tan escasa la lluvia caída, que no creció ninguna planta, ni siquiera cardos; los arroyos se secaron, y todo el país tomó el aspecto de un polvoriento camino carretero. … Pereció un gran número de aves, animales silvestres, ganado vacuno y caballar por falta de alimento y agua”.

Si se pudiera viajar en el tiempo y fuéramos observadores de este panorama desolador estaríamos seguros que llegamos a la zona más árida de la Patagonia. Sin embargo todavía estaríamos en Mar Chiquita, Mar del Plata o Balcarce, una de las zonas más húmedas y fértiles de la Pampa. En realidad, algunos privilegiados hacen ese viaje en el tiempo cotidianamente: los geólogos y los paleontólogos. Con su trabajo abren una ventana que les permite observar paisajes milenarios, de modo que pueden reconocer los espacios perdidos en el tiempo pasado. Así, podemos conocer que los ambientes cambian naturalmente y que esos cambios involucran estados sucesivos que condicionan al estado siguiente a modo de eslabones sutilmente intercalados en una cadena infinita.

Hoy nos toca disfrutar de este eslabón, el instante de la cadena que tenemos frente a nuestros ojos. Pero con la ayuda de esos viajeros del tiempo podemos ver un poco más allá del paisaje y apreciar uno o más eslabones del pasado ambiental.

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La evolución del paisaje. La preservación del patrimonio también se refiere a los afloramientos geológicos que guardan la memoria de paisajes milenarios. La sucesión de estratos nos cuentan la historia ambiental de la región, contienen fósiles, rasgos geológicos y moléculas que, con las preguntas acertadas, pueden dar muchas respuestas de tiempos pasados.

El rasgo más conocido de esos ambientes pretéritos son los fósiles, aunque en general sólo se difunde con mayor énfasis a algunos fósiles, los más llamativos, grandes o feroces. Los dinosaurios se llevan el centro de la atención. En el sudeste bonaerense no hay registro fósil de dinosaurios, pero contamos con muchos otros tipos de fósiles que resultan muy ilustrativos para conocer sobre el tiempo que ya pasó. En esta región se han estudiado fósiles de mamíferos, aves, reptiles, anfibios, moluscos, plantas, insectos, diatomeas, polen y ostrácodos entre otros organismos. Entre todos estos, los vertebrados y los mamíferos en particular se llevan la mayor atención, aunque no siempre del mejor modo.

El gran tamaño de los mamíferos extinguidos y la riqueza de los yacimientos paleontológicos locales facilitan los hallazgos fortuitos de restos fósiles. En muchos casos los museos locales son advertidos y esos restos pueden ser recuperados y acondicionados adecuadamente para su estudio posterior. Sin embargo, en muchas otras oportunidades impera el egoísmo del coleccionista que esconde esos hallazgos en su casa. Este comportamiento es equivalente al depredador de la naturaleza que corta árboles, enciende un pastizal o mata animales por deporte. Los fósiles que son recolectados sin la participación de profesionales pierden gran parte de su información (además de ser un delito) y los que se mantienen en “colecciones” privadas, justamente, privan a la sociedad de compartir el conocimiento.

En este contexto, lo que suele llamar la atención del apropiador es el impacto que ocasiona el fósil en su condición de objeto. Por ejemplo, la coraza de un gliptodonte, el cráneo de un tigre dientes de sable o la vértebra de un megaterio fascinan al curioso como si fuera un imán que lo atrae desde el pasado. Y su posesión parece magnetizar a su mal habido “dueño”. Sin embargo, en este contexto el fósil pierde su carácter de portal con los procesos naturales de épocas pretéritas y se convierte en una cosa estática, un adorno, una posesión.

El fósil adquiere su verdadero rol de mensajero del pasado cuando está acompañado de la diversa y numerosa información que sólo se puede obtener cuando se lo recolecta de modo profesional. Esa información es la que convierte al objeto en una herramienta de conocimiento sobre los procesos que ocurrieron en los ambientes que nos precedieron. Es la chispa que saca al fósil de su aparente inmutabilidad en su prisión de vitrina de museo y lo transforma en una ventana dinámica que permite ver lo que ya pasó hace mil, diez mil o millones de años atrás. Por ello cuando el paleontólogo va al yacimiento no busca fósiles, sino conocimiento, y sus herramientas no son piquetas y palas sino preguntas sobre el pasado y el modo de ponerlas a prueba.

En este sentido, resulta imperativa la protección del fósil en tanto que objeto garantizando su perpetuidad, pero también su información de contexto. Así, cuando visitamos un museo deberíamos fastidiarnos si nos muestran un fósil como un objeto sólo acompañado de su (impronunciable) nombre, la etiqueta debería contarnos qué ventana abrió ese objeto hacia el pasado y permitirnos “ver” en el paisaje ya extinto.

De este modo, muchos de los fósiles que nos brindan información paleoambiental suelen pasar desapercibidos porque no son de apariencia “atractiva” ya sea por su tamaño minúsculo, algunos de ellos microscópico, porque no nos damos cuenta que son evidencias del pasado o porque a veces sólo son moléculas escondidas en las rocas.

Por ejemplo al noreste de las sierras de Tandilia, en la zona donde las llanuras se juntan con el océano esas sierras se hunden bajo la tierra. Desde esas profundidades determinan el relieve de la superficie configurando las áreas más bajas del paisaje regional. La albufera y el desagüe de los arroyos son el rasgo sobresaliente y, al mismo tiempo, el termómetro que nos permite acercarnos a la evolución del ambiente.

Antes de sumergirse en el océano esas llanuras muestran las cicatrices del pasado en forma de paleo dunas formadas por la dinámica ambiental caracterizada por la aridez, la escasa cubierta vegetal y los vientos de hace miles de años. Estos factores dibujaron varios sistemas de dunas en función de la dirección y la potencia del viento, que todavía podemos apreciar desde el terreno o con la ayuda de satélites. Sobre estos ambientes se desarrollaron comunidades que dejaron sus vestigios fósiles, una hendija sobre la que podemos preguntarnos sobre esos procesos naturales. Los vertebrados terrestres continentales de los últimos miles de años son los que dominan las asociaciones de fauna: elefantes, tigres dientes de sable, gliptodontes y perezosos gigantes junto a otras especies más conocidas como los zorros, los guanacos, las vizcachas y los armadillos.

Ya en la costa el cambio es dramático, el suelo se hunde y los fósiles que están enterrados son distintos: predominan los organismos marinos. La paleontología queda a la merced del capricho del mar que unas veces cubrió todo con sus sedimentos y otras todo se llevó. En los milenios que el océano avanzó sobre el continente trajo a sus comunidades de distintos ambientes marinos caracterizados por moluscos gasterópodos y bivalvos, también los ostrácodos y foraminíferos microscópicos. Estas evidencias se disponen en acumulaciones fósiles, que se denominan cordones conchiles, en distintos sectores de la albufera o en las barrancas de los arroyos y representan diferentes condiciones ecológicas como planicies mareales, llanuras de inundación, marismas, deltas mareales y barreras de médanos entre otras. La erosión costera desentierra diferentes partes del terreno, de modo que terminan exhibidos afloramientos con las comunidades fósiles de cada uno de esos ambientes. La particular asociación de fauna de cada estrato fosilífero muestra el paisaje sumergido de cada momento.

Uno de los afloramientos de bivalvos más extraordinarios está dominado por las “navajas” (Tagelus plebeius) que habitaron la albufera hace miles de años atrás. La característica más sobresaliente de este yacimiento es que las navajas se disponen en la misma posición de vida, es decir, no se diferencian de la disposición que podemos ver en las comunidades de navajas actuales.

tagelus

Un viaje en el tiempo. Los bivalvos que conocemos como “navajas” (Tagelus plebeius) habitan la albufera de Mar Chiquita desde hace miles de años. Algunos niveles fosilíferos actualmente afloran intactos, a modo de una fotografía del pasado, con las navajas en la misma posición de vida y preservando el comportamiento de sus depredadores, los ostreros (Haematopus palliatus).

Esto permite conocer la densidad y otras variables poblacionales de este organismo y las especies asociadas con que convivieron en esa época. Pero, además, la integridad de esos fósiles es tal que también se preservaron rasgos de haber sido depredados. De hecho, las características de esas evidencias son tan claras que permitieron determinar que se trata de roturas en la parte apical de las valvas realizadas por una conocida ave de la albufera, el ostrero (Haematopus palliatus) que consumió las partes blandas dejando el exoesqueleto en su posición original. En estos afloramientos podemos hallar las navajas fósiles y el comportamiento fósil del ostrero que no dejó otra evidencia material de su paso en esos tiempos de la albufera.

La condición de dinamismo y cambio ambiental adquiere mayor relevancia cuando podemos proyectarla hacia el pasado milenario. Por ello la conservación de todas estas evidencias del pasado como fósiles de vertebrados, paleo dunas, cordones conchiles, estratos con organismos microscópicos, es crítica para poder continuar conociendo cómo evoluciona el paisaje. En este sentido, la protección de ese pasado no tiene como objetivo exhibir objetos en vitrinas de museos, sino promover conciencia acerca de nuestro comportamiento con el entorno actual para poder legarlo lo más intacto posible hacia el futuro. Este comportamiento solo será social y ambientalmente significativo en tanto desarrollemos una conciencia conservacionista del paisaje y de sus antecedentes enterrados, basados sobre una estrategia que combine el conocimiento y la educación de modo que propicie actitudes solidarias con el tiempo por venir.

 

 

 

 

 

 


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